Por Manuel del Cueto Incógnito.
P:
Otra
gran institución neoyorquina para la que nunca ha dejado de escribir
es The
New Yorker.
R:
Publican cosas que ninguna otra revista se atrevería a sacar.
Siempre he colaborado con ellos. Cuando hace años nombraron a su
director actual, David Remnick,
un joven periodista a quien profeso un enorme respeto, me llamó para
decirme que contaba conmigo. Escribí un reportaje sobre los
trabajadores que habían participado en la construcción del puente
Verrazano, que une Brooklyn con Staten Island.
P:
¿Qué
le llevó a volver sobre un asunto al que había dedicado un libro
hacía casi 40 años?
R:
En mi opinión, aunque se publique, nunca se llega a cerrar realmente
ninguna historia. Siempre quedan resquicios que desembocan en otras
historias. Si uno vuelve a algo escrito hace 10, 20, 30 años,
siempre descubre cosas sorprendentes, y eso es lo que me ocurrió con
esta historia. Publiqué El Puente
en 1964, cuando todavía trabajaba para el Times.
Tenía dos días libres a la semana y los dedicaba a recopilar
material para el libro. Iba al lugar donde se estaban llevando a cabo
los trabajos de construcción, muchas veces por la noche. Usted ha
visto cómo es el búnker, como llamo a mi estudio. Ahí lo tengo
todo archivado en cajas. Una tarde, sería el año 2002, me fijé en
la etiqueta que dice El Puente
y me pregunté qué habría sido de los trabajadores que construyeron
el Verrazano, con quienes me había entrevistado tantas veces. Abrí
la caja, me puse a repasar las notas y decidí hacer algunas llamadas
telefónicas. ¿Qué habían hecho una vez concluida la construcción?
Resulta que a muchos los habían contratado para la construcción del
World Trade Center. Estoy hablando de especialistas en la
construcción de estructuras metálicas a grandes alturas. Pertenecen
a un sindicato que se ocupa de su contratación en obras públicas de
gran envergadura. ¿Y qué sintieron cuando vieron que el resultado
de su trabajo se había desvanecido en apenas unas horas cuando
tuvieron lugar los atentados de septiembre de 2001?
Su respuesta me desarmó. La destrucción no les había causado la
menor sorpresa. ¿Pero cómo es posible?, les pregunté. ¿Qué
quieren decir con eso? Sabíamos que aquello no valía para nada, no
era una estructura sólida, las torres estaban hechas de aire, eran
jaulas para pájaros. Nada que ver con la estructura formidable del
Verrazano o de rascacielos como los de antes, el Empire State
por ejemplo. Esas estructuras habrían aguantado el impacto de un
avión, pero cuando erigimos las Torres Gemelas sabíamos que aquello
era muy distinto. No se trata solo de que el arquitecto no fuera muy
bueno, sino de la filosofía sobre la que se sustentaba la idea del
World Trade Center. Lo único que querían hacer los promotores era
maximizar el espacio, rentabilizándolo a fin de obtener el mayor
margen de beneficio, alquilando la mayor cantidad de superficie
posible. Así que cuando los aviones se estrellaron contra las
torres, las atravesaron de lado a lado y antes de ponerse el sol se
habían derrumbado, convertidas en columnas de ceniza y humo.
P:
Ahora
que lo dice, es cierto que en una ocasión se estrelló un avión
contra el Empire State.
R:
Exacto, y rebotó.
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